La convicción de los especialistas en temas aeronáuticos es que Aerolíneas, tal como la conocemos hoy, es invendible. “Ni regalada”, suelen decir quienes conocen sus números, mientras ponen como ejemplo que ni sus empleados, que tanto la encumbran y ponderan sus bondades – inclusive con números – la quieren, aunque se la regalen. “Sin subsidios, Aerolíneas no sobrevive”, se han sincerado más de una vez sus principales dirigentes gremiales.
Esta semana los nombres que circularon fueron nada menos que los de dos de las aerolíneas más grandes de Estados Unidos, por lo tanto, dos de las compañías más grandes del mundo: Delta, con su asociada colombiana Avianca, y American Airlines.
¿De dónde salen semejantes versiones? Marcelo Bonelli lo escribió, en parte, este viernes en su columna en Clarín. Pero el periodista es solo el mensajero. Escribe lo que escucha. Se supone que es el Gobierno, el principal interesado, en que haya algún asidero que apuntale la obsesión de Javier Milei por darle un destino distinto al actual a Aerolíneas. Llámese privatización, liquidación o como se llame. ¿El objetivo es generar humo? ¿Generar miedo en los trabajadores y simultáneamente esperanza entre quienes confían en una privatización como salida?
Una versión periodística, sin demasiado sustento, es cierto, decía también que Marc Stanley, embajador de Estados Unidos en la Argentina, “apoyaba la decisión de que esas empresas aéreas compren a Aerolíneas”. ¿Qué podía decir?
Pero esas empresas son privadas y los accionistas son señores – o grupo de señores – que arriesgan su capital en sociedades que supuestamente deben dar dividendos si no quieren sucumbir. No es el caso de la primera privatización de Aerolíneas, cuando el Gobierno argentino, encabezado por Carlos Menen, le suplicó al gobierno español, que encabezaba José María Aznar, que en el paquete de empresas que se llevaban incluyeran también a Aerolíneas. Iberia era una empresa del Estado. La decisión era política, y los demás negocios atractivos – luz, gas, agua, telecomunicaciones, etc.- justificaban “darle una mano al amigo Carlos Menem”. En Iberia no todos estaban de acuerdo, especialmente cuando el objetivo a mediano plazo era su propia privatización. ¿Para qué querían una empresa estatal en la Argentina y, encima deficitaria, cuando ya habían decidido desprenderse de la propia?
Y no se equivocaban.
La situación ahora es distinta. Ni Delta ni American, ni ninguna aerolínea estadounidense, es del Estado como para pensar que el gobierno de turno, gobierne quien gobierne, pueda tener algún tipo de influencia como para hacer que privados arriesguen su capital para “darle una mano” a Javier Milei.